Por lo efímera que es la vida no pude experimentar durante mucho tiempo la cercanía, la experiencia y los consejos de mi padre, llegué a este mundo cuando el cumplía los cuarenta y ocho y murió a los sesenta y cinco. En realidad muy poco, sin embargo lo suficiente para impactarme para siempre. Era un hombre sabio a pesar de su nula formación académica. No sabía escribir ni leer pero tenía claro que el estudio es la manera como el ser humano desarrolla toda su potencialidad y eso quería para mí.
Muchas veces lo vi cansado y agobiado porque las tareas por hacer en la pequeña hacienda familiar sobrepasaba sus recursos y sus fuerzas para realizarlas a tiempo, y frente a la propuesta de quedarme a su lado para ayudarle y no volver al colegio, nunca lo permitió. “El estudio, la disciplina, el trabajo honesto y vivir en la verdad es la clave para progresar y a mí me faltó el estudio” decía, “por eso debes estudiar.”
Su honestidad a todo prueba, la credibilidad y confianza que inspiraba le abrían puertas de manera que al final del año había respondido con todas sus obligaciones porque negociaba los plazos y encontrabas respaldo en aquellos que le conocían. Vivió en una época en que la Palabra hablada era suficiente para cerrar y cumplir un contrato, no había necesidad de refrendarla ante notario ni ante ningún testigo, simplemente los acuerdos se cumplían.
Fue fiel en su relación de pareja y no toleraba que yo anduviera por ahí de picaflor “porque a las hijas ajenas se le respeta,” decía.
Le gustaba bailar, escuchar música, hablar con sus amigos, contar historias y hacer el bien porque era la forma de aterrizar la fe, fue un creyente que se esforzaba por hacer vida la propuesta del Evangelio.
Con sus pequeños actos tenía claro que podía trascender. Muchos de los momentos compartidos a su lado se han convertido en faros que ilumina mis acciones, por ejemplo aquel momento en el que estaba sembrando un árbol frutal y mi tío Ricardo, hermano de mamá, lo cuestionaba diciendo que a su edad eso que hacía no tenía sentido porque la vida no le iba a alcanzar para verlo crecer y mucho menos para comer de su fruto porque moriría antes y su respuesta la guardo como una impronta en mi corazón: ”este árbol no lo siembro para mi beneficio si no para que cuando crezca de frutos y sombra a mi hijo, a mis nietos y a todo el que pase por este lugar y quiera protegerse bajo sus ramas de los rayos del sol.”
Su amor a Dios y a la virgen del Carmen eran inmensos. Siempre se encomendaba a su protección. Su amor a los sagrado lo alimentaba con sus oraciones diarias, asistiendo a la Eucaristía y como integrantes del grupo de hombres de la parroquia de la Inmaculada Concepción que participaban como nazarenos en las procesiones de la Semana Mayor, en el Valle.
Amó a sus hermanos y a sus sobrinos y me inculcaba el amor por la familia, amó a su Valledupar del Alma. Siempre que volvía de esa ciudad destacaba los cambios y lo bonita que estaba y de lo orgulloso que se sentía por su desarrollo.
Pasan los años y en la medida en que me acerco a la edad de tu muerte, los recuerdos y sentimientos de amor y admiración filial se hacen más vivos y emocionantes como la emoción que se experimenta en los momentos previos en los que nos vamos a reencontrar con aquellos que amamos y han estado lejos durante mucho tiempo. Y todo porque vives en mis recuerdos, gracias por tanto Papá.